En el alba, el campo de batalla se había convertido ya en pura ceniza, cementerio de cuerpos mutilados. Los pocos supervivientes a tan sangrienta contienda parecían vivir a cámara lenta, sin percatarse de todo lo que había pasado, sin darse cuenta de quiénes habían caido. Ya no oían los quejidos agonizantes de los que se debatían entre la vida y la muerte, de los que luchaban desesperada e inúltimente por permanecer en esta vida, que ya no tenía nada más que ofrecerles. El cielo seguía brillando con un color azul puro, pero la tierra ahora estaba teñida de rojo y una neblina grisácea emanaba del suelo, mostrando lo inerte que se había vuelto la zona de repente.
Los ojos de los caballeros "no-tan-victorosos-como-pensaban" escudriñaban el paisaje infernal, con tal agotamiento, que no sentían alegría ni dolor, nada, no sentían nada. Quizás ya hubiesen perdido todas sus emociones en el fragor de la batalla. ¿Qué importa ahora? El último caballero arrodillado, alza una de sus piernas y la utiliza como palanca corporal para erguirse. La espada le pesa demasiado como para poder levantarla. La arrastra, va dejando una línea serpenteante que evita los hombres que yacen inertes. Lo ve. Está postrado contra uno de los pocos árboles que se mantienen en pie. Su mirada está perdida. Presenta una herida cuya gravedad es patente por el manantial bermellón que brota entre su mano, la cual parece que intenta sujetar unas vísceras que inexorablemente afloran del cuerpo atravesado.
El tiempo pasa lento, la respipración es pausada, recuperando toda la energía perdida para un último movimiento. Los pies van arrastrando. Los caballeros quedan uno delante del otro, uno erguido, el otro semitumbado. Sólo están ellos en el cuadro. Se miran, entienden la situación. El hombre mayor se percata de que, quien fue su discípulo, acabará con su vida. Alza una mano sucia y manchada de sangre. Suplica. Pero no por piedad, no por prolongar el sufrimiento. El discípulo, respira hondo. Alza su espada con dos brazos que piden terminar. Un silencio, una sonrisa cómplice. El veterano cierra los ojos. El discípulo grita y blande su espada.
Las siluetas de los hombres lo dicen todo. Uno muestra una espada atravesada, muerto. El otro está arrodillado junto a él. No para de llorar. Las lágrimas recorren una cara sucia inexpresiva aún en su sufrimiento. Él también está muerto, muerto en vida. El viento de tierras lejanas acaricia la cara, entregándole el perdón. Pero él no lo puede escuchar, no lo quiere aceptar. Las llamas de fuegos aislados se extiguen. La lluvia comienza a limpiar.
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