Se dirige al otro lado de la habitación, bamboleando sus caderas al ritmo de unas pulsaciones tranquilas, con firmes pasos de mujer poderosa. No me ha dicho nada, absolutamente nada, ¿cómo es posible que ya me tenga atrapado en una jaula de deseo?
Ella es paciente, me sonrie. Me habla sobre lo aburrido de la fiesta, que de nuevo no sé cómo lo transforma en todo un mensaje erótico. Sabe que el fuego se mantiene más, que calienta más, si es bien encendido. No tiene prisa, yo tampoco. Cada gesto, cada movimiento, y ahora sí, cada palabra están estudiadas de forma inconsciente. ¿Quién inventó este ritual? Me gusta, pero al mismo tiempo me asusta y me impacienta. Hay toda una gama de pequeños regalos sensuales en un contexto plenamente formal. La gente que me rodea se han convertido de repente en un pequeño ruido de fondo (shashahshhhshehsahhs). Todo está repleto de gente y es ella la única persona que veo. Vuelvo a preguntarme cómo lo ha conseguido. Ya da realmente igual, ya no me importa el cómo, sólo me importa saber qué se esconde tras su vestido blanco, que juega con las formas imaginarias que deja su falda larga.
Me acaricia la mano como por accidente. Después la busca sin mucho tapujo. Yo no la escondo. De hecho le facilito le sea accesible. La sonrisa y la mirada se han vuelto más directas. Me lleva con ella al centro de la sala, baila dejándose llevar por la música con una sonrisa que en pequeños flirteos tapa con su mano. Me vuelve a agarrar de mis manos empujándome a bailar con ella. En cierto modo para evitar mi ridícula manera de moverme con la música, pero también buscando la escusa perfecta para estar más cerca de ella, hago que su tirón sea mucho más efectivo de lo que seguro se imaginaba. Me acerco tanto que no puede evitar parar de bailar. El resto del mundo sigue girando. Mi mano la toma de su cuello, mi boca se funde con su boca.