El café estaba en el punto concreto de gente que resultaba agradable para el cliente, pero escaso para el propietario. Fue sin más, por ir, para pensar, para dedicarse una tarde para sí solo. Se quería regalar un café, un poco de música. Nunca antes lo había hecho, incluso le parecía extraño que las personas saliesen a tomar algo solas. Pero esta vez se decidió. Mirando absorto a la pantalla de luz blanquecina que le ofrecía su portátil, se dijo así mismo: "Ale, venga, date un poco de vida y sal a tomar algo". 

El café, traído directamente de Brasil, conservaba un aroma fuerte, natural, tostado, que le regalaba cierto gusto amargo, y que en lugar de molestarle le confería una inquientante alegría. Conforme se iba acabando, la bebida caliente dejaba un dibujo subrealista en las paredes de la taza, y todo a base de una espuma residual que en seguida se secaba en el blanco de la porcelana. Jugaba a descifrar figuras en ella y a retirarla con la cuchara. Le gustaba sentir el peso de la taza llena sobre su dedo índice cuando la alzaba para dar un sorbo. Un sorbo que era pausado, suave y sin necesidad, simplemente deleite de la esencia. Por unos segundos sus labios adquirían el papel de receptor del sabor de Sudamérica, y mientras tanto pensaba en las lozanas mujeres que debían pasear por las playas del caluroso país, o aquéllas que deberían estar recogiendo el café. Cuerpos esbeltos, fuertes, bellos y tostados; iguales que el café.
